Sin lugar a dudas, la figura que sustenta nuestras hermandades y cofradías, no
en Andalucía, sino en España entera, y sus antiguos territorios de ultramar, es el
nazareno. Las actuales estaciones de penitencia, herederas de los viacrucis, y ejercicios
de las via sacras por los humilladeros, y cruces de los caminos en nuestros pueblos y
ciudades, tenían como centro esta figura, el nazareno, el disciplinante, el pueblo de Dios,
para los que la imagen de Cristo, o María dolorosa, no era protagonista, sino
acompañante. Creemos que este hecho quedó en la baja Edad Media, pero no es así,
sigue estando vigente. El centro de un cortejo es el nazareno.
¿Pero que entendemos por nazareno? ¿De dónde surge esta figura? ¿Qué es un
penitente entonces?
Tenemos que retrotraernos al siglo XV-XVI, Donde surgen estas primeras
hermandades conocidas por hermandades de sangre. Y es que el nombre como tal les
hace justicia, cortejos que mostraban la autodisciplina, y la auto-mortificación, en pos
de expiar los pecados, y suplicar la gracia divina. Esta práctica devocional popular
encuentra un refrendo eclesiástico en 1539, en la conocida por Bula de Toledo, recogido
en el “Vivae vocis oráculo” de Paulo III, de la mano de la Hermandad de la Vera Cruz de
Toledo, en el cual el Papa reconocía indulgencias a quien se disciplinara en las
procesiones del Viernes Santo. El Concilio de Trento influyó también mucho en este
aspecto, pues en el capítulo 10 promulgado en 1547, sexta sesión, dice que el hombre
puede colaborar “mortificando los miembros de su carne (Col 3, 5) y presentándolos
como armas de la justicia (Rom 6, 13-19) para la santificación por medio de la
observancia de los mandamientos de Dios y de la Iglesia: crecen en la misma justicia,
recibida por la gracia de Dios, cooperando la fe, con las buenas obras (Iac 2, 22), como
recoge Granado Hermosín (2017).
Estas sangrientas prácticas de penitencia encontrarán una versión menos
violenta en los hermanos de las hermandades de Jesús Nazareno, que a su imagen y
semejanza comienzan a cargar sus cruces, como el mismo Cristo, emulando así su
penitencia. Todo esto coexiste con los hermanos de luz, que portando hachetas, faroles
o cirios, alumbraban el discurrir de la cofradía. Estas prácticas de sangre, y luz se
desarrollarán de manera conjunta, teniendo las denominaciones de penitentes de
sangre, nazarenos cargando la cruz, y hermanos de luz. No fueron carentes de polémica,
los arzobispos, y clero del lugar, se vieron obligados a legislar y regular estas prácticas,
que en ocasiones desvirtuaban el sentido de la procesión, derivándolo a un espectáculo
sangriento de luces, sombras. Al finales del s. XVIII, las corrientes del pensamiento
ilustrado ponen pie en pared, entendiendo que estas prácticas son propias de animales,
y de analfabetos, los cuales carecen de capacidad de raciocinio para ejercer semejantes
penitencias. Será el rey Carlos III, el cual mediante Real Cedula en 1777 prohibirá todo
esto, no quedándose ahí, prohibiendo las caras cubiertas, la procesiones al caer la
noche, y demás regulaciones, en base a la seguridad y decencia de la vía pública.
Este corte a como se entendían las cofradías causó revuelo, y hubo lugares y
reductos del territorio en los que no se pudo implantar, pues la costumbre pesó más.
Pero en las urbes si fue de obligado cumplimiento.
Esta norma borró de un soplo a la figura del hermano de sangre, y los flagelantes.
Quedando para la penitencia esta única
figura aceptada por las autoridades, los conocidos nazarenos. Que se vieron
incrementados en número. Así como los hermanos de luz. Ya que estos no se veían
indignos por nuestras calles. De esta resolución ilustrada del s. XVIII nos llega a nosotros
esta diferencia. Tenemos a nuestros nazarenos, hermanos de luz, y a nuestros
penitentes, que aunque nazarenos, son la única figura de penitencia física que nos
quedó.
Por Pablo González Sánchez